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El largo y tortuoso camino (Artículo)

Decían los Beatles cuan "largo y tortuoso era el camino" que al final siempre te devolvía al mismo sitio. Es lo mismo que está pasando con las necesarias decisiones empresariales para salir de la crisis. Es más el miedo a la cojera que el dolor en la operación que debe cortar la pierna. Pocos o casi nadie se atreve a iniciar el largo y tortuoso camino de la innovación, aunque así lo aconsejen todas las recetas que curan en otras partes del mundo.

Cualquier estudio de prospectiva que se precie tiene ahora en España tres capítulos básicos. El primero analiza las causas del desastre, que son por todos conocidas aunque cada uno las interprete a su manera. El segundo concluye claramente que es necesario un cambio de paradigma. Y en este apartado hay más interpretaciones, pero todos aceptan que esto va a cambiar una barbaridad. Y el tercero entra en las propuestas concretas entre las que destaca necesariamente la necesidad de innovar. Pero resulta que pasan los meses y aquí no cambia nada. Todos esperamos un milagro para poder continuar haciendo lo que hacíamos el año pasado. Hay miedo al cambio del paradigma, quizá porque no sabemos hacer otra cosa y lo excepcional se ha convertido en tradición.

Un experto asesor como Peter Simons decía el otro día en una conferencia ante empresarios en Castellón que ese cambio comporta necesariamente un cambio en la línea de actuación en el interior de la empresa. Durante los últimos años la demanda provocó una superoferta que encadenaba diseño-producto-fábrica-venta-factura y cobro. Ahora quien decide es el cliente. Por eso en Mercadona le llaman El Jefe. Y como se mantiene la superoferta es obligatorio cambiar a otra línea: vender-diseñar-fabricar-cobrar. Hay que fabricar lo que quiere el cliente.

Cien clientes deciden por ti

Pero esto significa que la suma de usuarios tiene más capacidad de decisión en el diseño del producto que la propia dirección de la empresa. Lo dice Nicholas Carr’s en "El gran interruptor": un enchufe eléctrico solo sirve para una plancha; cien enchufes de internet generan conocimiento. Pero pocos empresarios españoles están dispuestos a aceptar ese nuevo paradigma. Lo que han hecho Lego e Ikea no lo van asumir ni las salas de cine, que prefieren tener las butacas vacías antes que dedicarlas a concursos de videojuegos. Aunque como dice Juan Fernández-Aceytuno hay que darle la vuelta a la tortilla. Lo que pasa es que a muchos se les quemarán los huevos por no hacerlo.

Por eso los informes sucesivos de FUNCAS o la OCDE nos ponen a los pies de los caballos. Solo hay que remitirse a los datos de coyuntura de las Cámaras de Comercio para comprobar cómo en algunas comunidades (Valencia, Andalucía, Catalunya, Madrid) la producción industrial cae a pasos agigantados. Las cifras del paro, pese a importantes, no reflejan todavía la magnitud de esa caída y las dificultades que habrá para recuperar una curva positiva.

El tejido industrial está roto y la sociedad civil no consigue valorar cuál es la demanda que ahora interesa al cliente. En el importante sector del azulejo las fábricas eliminan los costes de I+D que les dio ventaja en la comercialización de sus productos frente a chinos e italianos. Si eliminan la innovación y se fijan solo en los costes acabarán fabricando lo mismo que los chinos y nunca podrán ser más baratos. La clave está en pensar cómo querrá el cliente las viviendas cuando se acabe el stock que nos invade.

Vender a los mileuristas

Pero lo mismo ha hecho el Gobierno Zapatero, al reducir la inversión en investigación en los Presupuestos Generales del Estado. La innovación (al fin y al cabo aire fresco en botella con lazo azul) no es tarea de Hércules. Es atender la demanda de un mercado paralizado que busca cubrir sus nuevas necesidades mileuristas. El fin de las clases medias y el encumbramiento de la sociedad mileurista (Massimo Gagg y Edoardo Narduzzi en Lengua de Trapo) no significa que los consumidores solo vayan a comprar en los chinos. Quieren más por menos, por lo tanto habrá que hacer productos que se puedan vender a esos clientes.

El temor al cambio del paradigma tiene paralizados sectores industriales poderosos (automóvil, construcción, azulejo, agroalimentario, comunicaciones, logística y otros), que defienden con uñas y dientes la continuidad de un modelo que quedó agotado antes de esta crisis. La reacción frente al desmantelamiento de las plantas de Opel, Ford y otras en España está más que justificada. A nadie le gusta quedarse sin empleo.

Pero desde los sindicatos hasta el Gobierno, pasando por las empresas periféricas, todos deberían apostar por reconvertir esa fuerza y conocimiento en fábricas de nuevos productos. La crisis siderúrgica fue en los años ochenta más dura que esta del automóvil, pero en unos años gran parte de aquellos trabajadores estaban colocados sin pasar tantos calores en la puerta del horno. ¿Por qué no se puede hacer lo mismo ahora con el automóvil, cuando todos están convencidos que ese modelo de fábrica y producto han culminado su ciclo? Paren el cambio climático pero sigamos haciendo los coches de toda la vida.

En ese miedo al cambio radica la desconfianza que los propios empresarios tienen a la salida de la crisis. Todos están seguros de una recaída para el 2010. Agotado el dinero público para atenuar los males del paro, aunque no han generado empleo ni conocimiento, ahora debería ser la iniciativa privada quien cogiera el testigo. Hay mil nichos de negocio a la vista, pero para ello hay que tener objetivos, estrategia, recursos y valoración del entorno. Pero nadie quiere correr el riesgo de darle la vuelta a la tortilla.

También es cierto que el entorno no es amigable. Cualquier emprendedor español sale a la calle con dificultades en los recursos financieros, humanos y técnicos. No hay dinero para hipotecas, pero tampoco para nuevos negocios. Hay toda una generación de jóvenes que abandonó la universidad para hacer horas en una fábrica y ahora no están en condiciones de asumir nuevos retos profesionales. Y los recursos técnicos están definidos por un principio: una línea de 20 megas de Telefónica, Orange o Vodafone solo alcanza los diez o doce megas como máximo; y se corta todos los días. Hasta los coreanos tienen coberturas de ochenta megas.

Hay miedo al cambio del paradigma. En unos casos por pánico al abismo y en otros por desconocimiento de los mercados. Ha sido demasiado fácil ser empresario en los últimos años. También incide la dimensión de nuestras empresas, PYMES en la mayor parte. Pero el entorno en el caso español es hostil al innovador, al empresario en general. Tal como las pintan, es empresario el que no puede ser otra cosa. ¿Quién corre el riesgo de dejar el ladrillo?

Adjunto
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