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Venir entre el deseo y el poder

Individuo y sociedad

Diferentes aproximaciones tratan tanto de separar como de identificar al individuo y a su sociedad, lo que remite, en varias ocasiones, a buscar la primacía de uno u otra. Así, se habla tanto de que las personas son lo realmente importante, como de que las personas son el problema (por no ser como deben ser...), de la necesidad de transformar las organizaciones como de considerarlas como un reducto monolítico de poder sin fisuras de ningún tipo.

Individuo y sociedad constituyen dos planos que se entrecruzan constantemente, dialécticamente, de forma difícilmente distinguible. De hecho, la historia de cada uno de nosotros constituye, invariablemente, un plano de socialización desde el momento de nacer. Esta socialización consiste en un complejo desequilibrio entre el deseo y el poder, adopte este la forma que adopte (el padre, las normas sociales, la religión, la ley, la institución...); es decir, la sociedad nos permite ser seres sociales al tiempo que castra (parcialmente) nuestros deseos más primigenios. Pero, a su vez, una sociedad es impensable sin los individuos que la componen, y sus planos de relación, transacción, afecto, conflicto, interés...

Así, con Castoriadis, podemos decir: “La psique no es un mecanismo racional bien lubricado. Es esencialmente imaginación radical, un flujo perpetuo de representaciones, deseos y afectos. [...] En sus niveles profundos, la psique –el inconsciente- es amoral, pero también asocial y acósmica. [...] Tenemos razones para luchar por una transformación de la sociedad, por unas instituciones verdaderamente democráticas, por la expulsión de la producción y la economía del lugar central que han venido a ocupar en el mundo contemporáneo, por una educación orientada a la autonomía y no sólo a la adquisición de competencias profesionales. Pero hemos de mirar de frente la realidad –aquí, fundamentalmente, la realidad psíquica: una sociedad mucho más humana es posible y deseable, pero un ser humano angelical no es ni lo uno ni lo otro.”[1]

Para tratar el tema de la intervención en las organizaciones vamos, pues, a situarnos en este plano de inserción/deserción entre individuo y sociedad.

La potencia del trabajo cognitivo

La sociedad capitalista es la más dinámica que jamás ha existido, aunque se mueva siempre entre desterritorializaciones y posteriores reterritorializaciones, es decir, entre innovaciones abiertas y su posterior cierre por control. Pero, curiosamente –o no tanto-, desde hace tres décadas se nos presenta como un poder monolítico, sin fisuras de ningún tipo, inalterable... Como un tótem.[2]

Aun cuando no voy a hacer aquí ningún tratado sociopolítico sobre el tema, sí hay tres aspectos que, creo, merecen la atención:

  • La llamada globalización, consecuencia inmediata del derrumbe del sistema soviético (es decir, de la polarización), ha alejado definitivamente los centros de poder sobre nuestras vidas, hasta hacerlos invisibles –salvo cuando saltan los escándalos-, casi “divinos”. El Imperio no tiene ubicación, es un no lugar.[3]
  • Los espacios públicos –incluyendo la política- han sido destruidos, reconducidos al mercado y a sus leyes, por lo que la expresión ciudadana carece de ámbito de aparición –y esto incluye las redes sociales...
  • La naturaleza del trabajo se ha transformado, con la masividad del trabajo cognitivo, pero, al producirse en estructuras (de poder) relativas al trabajo abstracto, este fenómeno ha descompuesto el trabajo, fraccionándolo en mil formas (parcialidad, eventualidad, temporalidad, intermitencia, etc.) y destruyendo así su cohesión corporativa.

Sin embargo, la emergencia del trabajo cognitivo no es una moda, o la voluntad de algún iluminado, sino la consecuencia lógica de la dinámica del sistema: En efecto, a medida que las diferenciaciones tecnológicas desaparecen –por su disponibilidad general, que no universal-, el sistema sólo puede seguir activo –aumentando la productividad por hora trabajada- a través de la aplicación del trabajo cognitivo a las tareas especificadas, y cuanto más a fondo, mejor. Este es el verdadero origen -y no ningún humanismo, ningún descubrimiento científico- de la tan repetida, en discursos de todo tipo, llamada a considerar a la persona “el centro de la actividad”, a la creatividad, a la innovación...

Me voy a apoyar en unos párrafos de un artículo[4] para explicar mi posición:

“Por trabajo cognitivo no entiendo el trabajo académico, o el sustentado en títulos universitarios, sino todo aquel en el que confluyen, de manera indistinguible, los pensamientos, emociones y acciones del trabajador; es decir, la persona en su totalidad. Y hoy es evidente que, desde el manejo de una máquina a la prestación del más humilde servicio, es el trabajo cognitivo el que entra en juego. Es decir, el desarrollo de nuestras empresas e instituciones depende de la realización del trabajo del conocimiento, y sólo secundariamente de máquinas y tecnologías (que, al fin y al cabo, no dejan de ser herramientas en manos del trabajador).

Y aquí empiezan las paradojas. Pues el conocimiento (entendido como pensamiento, emoción y acción) es libre en su despliegue (yo puedo ser influenciado, pero nadie puede decidir por mí qué deseo, cómo pienso, qué decido) y lo hace siempre en forma de cooperación social, en el contexto donde se realiza el acto productivo, sea este del tipo que sea. Es decir, la producción a través del conocimiento adopta formas de autoorganización en torno al acontecimiento de producir, de crear lo que antes no estaba.”

Pero esta emergencia/necesidad del trabajo cognitivo introduce dos factores de particular importancia:

  • Conocer es desear, y, en ese sentido, rompe la lógica del trabajo abstracto, en la que sólo la necesidad de reproducir el cuerpo del trabajo y sus cuerpos descendientes (su prole) es admisible; todo deseo es exterior al trabajo...
  • En el sistema capitalista, la forma trabajo abstracto ha mediado las relaciones sociales, hasta supeditarlas a su lógica (lo que Marx llamó la subsunción real del trabajo en el capital, a diferencia de la subsunción formal del trabajo en el capital, donde el alquiler de la fuerza de trabajo era la única conexión entre trabajo y capital), pero ahora se produce un fenómeno interesante: Ya que las relaciones sociales están mediadas por las relaciones de producción, al transformarse –más o menos agónicamente- éstas, modificarán, a su vez, los comportamientos sociales y crearán rupturas todavía hoy difíciles de vislumbrar (soy consciente de que el capital “ha tomado” la esfera pública y la esfera del consumo como realización de lo social, pero también de que algo diferente puede estar emergiendo...)

Nosotros, pobres mortales, hablando de intervenir...

Nos pasa, a veces, como al personaje de Molière: No sabemos que hablamos en prosa. Porque intervenir, por nuestra propia esencia social, intervenimos siempre. (De)venimos entre familias, sociedades, amores, disputas, trabajos, juegos, y, y, y...

Sin embargo, creo que para el tema que nos ocupa, el concepto de intervención se sitúa entre el deseo y el poder.[5] Y quiero despojar a ambos conceptos de cualquier contenido moral, entenderlos como la pulsión de los individuos para realizar su imaginación radical y las estructuras (de poder) de las instituciones para socializar a los individuos.

Siempre nos impulsa el deseo, a veces cuidadosamente racionalizado, otras veces convertido en un galope vertiginoso, cuando no en una presencia fantasmagórica que pugna por aparecer. Y entonces nos topamos con las estructuras (de poder, siempre lo son), con el cuerpo social, institucional. ¿Qué ocurre entonces? Pues Castoriadis sigue diciendo[6]: “Voluntad no es “voluntarismo”. La voluntad es la dimensión consciente de lo que somos en tanto que seres humanos definidos por la imaginación radical, es decir, definidos como seres potencialmente creadores. Querer la autonomía supone querer ciertos tipos de institución de la sociedad y rechazar otros. Pero esto implica también querer un tipo de existencia histórica, de relación con el pasado y con el futuro. Una y otra, la relación con el pasado y la relación con el futuro, han de ser recreadas.”

Hay dos formas extremas, por más que aparezcan como comunes, de tratar el conflicto entre el deseo y el poder. La primera es la inserción acrítica en la esfera del poder, servirle lealmente como si fuera eterno, esperando obtener frutos de la sumisión e, incluso, ser digno de acceder a sus habitaciones más privadas. Supone, obviamente, la eliminación –su deriva al fantasma- de cualquier deseo genuinamente trasgresor, y la alimentación de deseos referidos al uso del poder (estatus, dinero, reconocimiento público...) como justificación del éxito. En medio del estallido de tantas burbujas, casos como estos son moneda corriente en los noticiarios... La segunda es el abandono, la renuncia a “intervenir” de otra forma que no sea la oquedad. Es poco frecuente en nuestra época (en la que ya no hay afuera, en la que todo está subsumido en la lógica del sistema), aunque haya declaraciones en este sentido, pero ha  sido abundante en épocas anteriores (los ermitaños, los anacoretas, las órdenes mendicantes, o, más próximamente, las comunidades hippies, entre otra modalidades). Ambas aproximaciones (castración, desaparición) comparten un concepto: las estructuras de poder son todopoderosas (por tanto, sólo cabe la sumisión o la deserción, no la subversión) y, además, son estáticas, molares, carecen de dinámica intrínseca. Es una imagen muy parecida a la de la Divinidad en las religiones judeocristianas.

Interviniendo...

Pero, ¿hay otras formas de intervenir proactivamente en estas sociedades? Supongo que muchas, pero yo voy a referirme a una (conceptual). La imagen de la sociedad actual (y de sus estructuras de poder) como algo monolítico, molar, es, aunque interesada, falsa. No dudo de los imponentes poderes que este sistema ha desarrollado, tanto en el plano social, económico y político, como en el dominio de la psique; pero el propio sistema, para seguir, se fundamenta en una dinámica intrínseca, inmanente, no regulada por ningún diabólico Dr. NO, sino por una lógica que se nos aparece como cuasinatural, como transhistórica, pero que puede ser captada e interpretada –aunque no sea lo habitual. Pero, al no poder ser nunca estática, por su propia naturaleza, el despliegue de esta lógica presenta siempre –las ha presentado siempre- fallas, grietas, zonas de exclusión clamorosas, fuentes de malestar colectivos... que afectan a empresas, instituciones, educación, cultura, política... ¡y a todos nosotros, como personas!

Captar la lógica del sistema –con su ilógica- abre camino tanto para el viejo topo como para la serpiente: Nos permite entender lo que ocurre, en su discurrir dinámico –más allá de una foto fija- y, por tanto, ser capaces de intervenir en su transformación.

¿Desde dónde? Desde otra inmanencia: Todos somos cuerpos deseantes, aunque en algunos casos hayamos ahogado el deseo en aras del ¿éxito? social. Deseamos como padres, como hijos, como amantes, como ciudadanos, como amigos, como productores... Queremos realizar nuestras vidas a través de otras vidas. Pues bien, tal vez sea el momento de conectar nuestra inmanencia, nuestro deseo, en las grietas que la inmanencia del sistema, su no-deseo, deja abiertas, no para quedar vaciadas, sino a la espera de que nuevas dinámicas las llenen de contenido, un contenido que puede ser el principio de algo diferente.


[1] C. Castoriadis “Figuras de lo pensable” CÁTEDRA (1999)

[2] A. Vázquez “Estrategias de la imaginación” GRANICA (2008)

[3] M. Hardt y A. Negri “Empire” HARVARD UNIVERSITY PRESS (2000)

[4] A. Vázquez “Treball cognitiu, cooperació, democràcia” en A. Comín i Oliveres y Luca Gervasoni i Vila (coords.) “Democràcia econòmica” FUNDACIÒ CATALUNYA SEGLE XXI (2009)

[5] Maite Darceles ha tratado este tema breve, pero originalmente, en su libro “Guías para la transformación”  BAI (2009)

[6] C. Castoriadis Op. cit.

 

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