La maté porque era mía (El libro abierto de la Actitud )
Nos propone Juan construir una especie de vademécum de primeros auxilios que contribuya a elevar un poco el tono vital del colectivo de dirigentes de empresa. Es verdad que andamos algo mohínos últimamente. Que no acabamos de encontrarnos a gusto, ni conformes, ni satisfechos. Y sobre todo que se ha instalado entre nosotros una cierta cultura del desengaño. Acierta en la fórmula que nos sugiere: recorrer algún espacio de nuestra memoria para encontrar señas de identidad potentes, principios o actitudes que ofrezcan a nuestros colegas una guía, un marco de referencia útil para enfrentar nuestros problemas actuales. Juan, fruto de su alma de ingeniero, nos indica incluso un método de trabajo. Que ensamblemos nuestro mensaje bajo el formato del caso, de la explotación de una anécdota.
Finales de los 70 y principios de los 80. Trabajaba como ejecutivo de cuentas en una pequeña agencia de marketing propiedad de un grupo industrial español que se había embarcado después de la crisis del petróleo en una aventura de expansión corporativa de perfiles algo aventureros. La digestión del crecimiento basado en adquisiciones de activos en situación difícil se les complica y un cambio en la alta dirección provoca el retorno a políticas más conservadoras, a concentrarse en lo esencial y a liquidar parte de las adquisiciones previas. Aunque aquella pequeña agencia procedía de un desarrollo orgánico y no de una adquisición, el caso es que tocaba desprenderse de ella.
La pequeña empresa no presentaba unas cuentas particularmente brillantes pero tenía una cartera de clientes interesante y una gama de productos y servicios muy competitivos de los que se esperaban fuertes crecimientos. Aquello había dejado de interesar y la matriz aspiraba a vender el activo al primer comprador que pasase por la puerta. Como todo el mundo sabe, las empresas de servicios, publicidad y marketing son esencialmente eso: servicios, valen lo que valen sus empleados. Ese es su principal activo. Aquellos empleados ni fueron informados, ni siquiera el director general, de las pretensiones de los propietarios y de repente se ven sometidos a una especie de auditoría y valoración por parte de una consultora de Fusiones y Adquisiciones y a un desfile de entrevistadores externos a la casa, supuestamente consultores de posibles empresas compradoras.
Ese era el marco. A nadie se le escapa lo incomodo de esa situación. Mucho más en aquella época en las que ese tipo de operaciones no formaba parte de los hábitos regulares de las corporaciones y de las empresas. ¿Qué va a ser de nosotros? ¿En manos de quien vamos a caer? Todo tipo de rumores y cálculos personales. Desde los que se consideran engañados por la matriz por haberse lanzado a esa operación aceptando el reto de construir un nuevo proyecto y se sienten traicionados, hasta aquellos otros que piensan que la compra de la empresa por algún grupo directamente vinculado al negocio puede ser un avance en sus carreras profesionales. El entonces director general de la agencia no se atreve ni siquiera a pedir explicaciones a su consejo, seguramente por considerarse amparado por los vendedores. Los ejecutivos de la casa vemos que nadie nos considera interlocutores y decidimos entrar en acción. Sabemos que las cosas que pasan tienen que ver con nuestro futuro y no estamos dispuestos a ser solo testigos de la movida. Queremos información y participar de alguna manera en el proceso.
Ninguno de nosotros es experto en materia financiera corporativa pero sí que conocemos los entresijos del negocio y sabemos lo que puede dar de sí. Ni cortos ni perezosos lanzamos una propuesta a la dirección: negociar la compra la empresa. Así, con un par. Habíamos inventado el MBO. Recuerdo que hablo de acontecimientos de hace 30 años en los que esas figuras corporativas solo eran conocidas por unos pocos expertos.
La primera reacción de los propietarios es de sorpresa y hasta de disgusto. ¿Pero cómo se atreven unos simples empleados a querernos comprar una empresa NUESTRA? Ni siquiera se plantean la razonable duda de pensar de dónde íbamos a sacar los recursos para hacer la operación. La oposición era de principios. Si acepto ese planteamiento mañana me encuentro con la rebelión y la emulación en otras muchas empresas del grupo del mismo método. Antes la mato por ser mía que dejar que me la quiten de las manos unos desgraciados y desleales colaboradores. Cosas de la empresa española de aquellos años. Todavía los negocios se concebían con cierto estilo precapitalista e hidalgo.
Los posibles compradores y la consultora intermediaria captan enseguida el fondo del asunto y empiezan a dudar sobre el valor del activo. Transmiten a los propietarios su incomodidad y les aconsejan valorar la propuesta de los empleados de forma racional, posiblemente para intentar disuadirles del proyecto y asociarles positivamente a la operación corporativa. La empresa decide que ni por asomo acepta esa estrategia. Al contrario: despide a los tres cabecillas de la propuesta MBO. Las consecuencias te las puedes imaginar. Los sancionados se convierten en mártires y la empresa entra en un deterioro operativo acelerado. El resto de la historia apenas tiene interés
Yo era entonces muy joven y aquello lo viví como un trauma. ¿Qué es la empresa? ¿Quiénes son sus propietarios? ¿Cómo es posible llevar un negocio desde la irracionalidad? ¿Hasta dónde llega el poder y la responsabilidad de los propietarios, el de la gerencia y el de los empleados?
En nuestros tiempos muchas de esas preguntas ya tienen respuesta. Hoy las operaciones de MBO son consideradas con normalidad. La información entre los niveles de la propiedad, de la gerencia y los equipos directivos es más fluida y en general nadie en su sano juicio se plantea operaciones corporativas sin ayudarse de la experiencia de equipos de consultoría bien entrenados y conocedores de los riesgos internos.
Pero, por encima de todo, aquello me dejó una huella profunda en mi forma de ver las cosas. La necesidad de no confundir los principios y el valor de la propiedad con un tabú casi religioso: "la empresa es mía y hago con ella lo que me da la gana". El valor de los directivos para poner pie en pared y demostrar que la empresa es algo más que el sitio donde trabajamos: "nos sentimos concernidos con el futuro". Y por último la necesidad del diálogo permanente entre los propietarios y los ejecutivos.
Hoy que tanto creemos en los poderes taumatúrgicos de la tecnología y tan poco en el elemento humano de las cosas es bueno rescatar del olvido esas simples enseñanzas. Mucho más en un escenario de futuro en los que las operaciones de cambio de titularidad en las empresas serán habituales.
Adjunto