Cincuenta años atrás, Kennedy (Artículo)
Quienes vivimos la muerte de John F. Kennedy, asesinado el viernes 22 de noviembre de 1963, no hemos olvidado el enorme impacto generado en tantos países. Puede sorprender a quienes no vivieron aquel momento, pero en verdad la información entonces ofrecida, con la televisión recién llegada a muchos hogares, causó memorable conmoción. Debido a la alta —inusitada— popularidad del presidente (periodo 1961-1963) y su esposa, aquellas imágenes impresionaron, consternaron en verdad a cientos de millones de personas en diferentes continentes y así fue constatado por líderes políticos de muy distantes países. Parecía que Kennedy haría historia, pero no tuvo tiempo.
Podemos recordar juntos algunos detalles de ese momento vivido por del mundo, para enfocar después los rasgos acaso más visibles del liderazgo de aquel carismático y renovador presidente de los Estados Unidos. Sus logros pueden ser limitados, pero hoy parece ser uno de los presidentes mejor recordados, a pesar de su breve mandato. Se da también la circunstancia de que su oponente en 1960 fue Nixon, que llegaría al cargo en 1969 y figura hoy entre los peor recordados.
La muerte de Kennedy ha dado mucho que hablar, porque parece significativo que los órganos que debían aclarar entonces lo sucedido no pusieran empeño en hacerlo. Se piensa que la Comisión Warren, creada por Johnson para investigar el caso, se limitó a la conveniente versión oficial que se quería transmitir, e ignoró todo aquello que la ponía en cuestión. Como también se recordará, ya en los últimos años 70 el HSCA (House of Representatives Select Committee on Assassinations), creado en respuesta a la exigencia ciudadana tras las investigaciones del fiscal Garrison, tampoco llegó a conclusiones sólidas que satisficieran las expectativas sobre el caso.
Por entonces ciertamente se tenía por harto difícil evitar que alguien matara a un presidente, cuando no importara al asesino arriesgar su vida en ello. Ya varios presidentes habían sufrido atentados en su mandato y en tres casos mortales: Lincoln, Garfield y McKinley. Desde Lincoln, casi cada 20 años fallecía un presidente en el cargo: también murieron, por causas naturales, Harding (en este caso con sospechas de envenenamiento) y Roosevelt. El propio Kennedy, aunque le tocaba y eran diversos sus problemas de salud, esperaba convencido quebrar la cadencia; pero esta fue rota por Reagan en los años 80, aunque de milagro.
Sí, seguramente un hombre podía matar entonces a un presidente si se lo proponía; no obstante, el asesinato de Kennedy, con la posterior eliminación de pruebas y testigos, con el desinterés oficial en aclarar los hechos ante los ciudadanos, acabó nutriendo la idea de complot a cargo de la oposición interna en el propio aparato estatal. Ya en los días siguientes a su muerte se había extendido en la población la sospecha de conspiración.
El perfil de Kennedy como líder era en verdad singular, comparado con los otros presidentes de aquella década, Eisenhower, Johnson y Nixon. Acaso, en su concepción del mundo, de la justicia, del liderazgo, se sentía Kennedy más en sintonía con Churchill que con Eisenhower. Desde luego y a juzgar por algunas de sus manifestaciones, los citados mandatarios americanos parecían pensar que, para un presidente de los Estados Unidos, el fin justifica casi todos los medios. Kennedy debía pensar, en cambio, que el fin justifica solo algunos. Parecía haber, sí, más escrúpulos, mayor dosis de conciencia moral en su desempeño presidencial; mayor perspectiva y más contención en sus decisiones. Ello pudo ser interpretado por algunos sectores como falta de la audacia exigible a un presidente, y acaso también fue así interpretado por Kruschev.
En efecto y si no las había ya, algunas reservas sobre Kennedy pudieron extenderse tras el fracaso de Bahía de Cochinos, a los tres meses de mandato. Por ejemplo, el Morning News de Dallas —precisamente Dallas— venía formulando a menudo ácidas críticas, y su editor, Ted Dealey, acusó a Kennedy en la propia Casa Blanca de ser "débil como una señorita", ya en octubre de 1961. Sí, pronto hubo en EEUU quienes no le perdonaron aquel desastre de la invasión de Cuba (un plan de la CIA ya aceptado al parecer por Eisenhower), ni la consiguiente imagen de debilidad generada (que cabe vincular con el posterior plan soviético de instalación de misiles en Cuba), ni le perdonaron su apoyo a los afroamericanos (Martin Luther King lideraba entonces el movimiento de los derechos civiles) y tampoco su política en el Sudeste Asiático.
Diríase empero que no había falta de firmeza en Kennedy, sino algunas cardinales virtudes y otra visión del mundo. Podría pensarse que el fiasco de Playa Girón (Bahía de Cochinos) —su gran fracaso— acabó costándole la vida, pero también parece que su determinación en la negociada solución de la crisis de los misiles —su gran éxito, diríase— acabó costándole el puesto a Kruschev, que quizá no había entendido bien, en las históricas conversaciones de Viena, las alusiones de Kennedy a posibles "errores de cálculo". De aquella cumbre de junio de 1961 contamos, por ejemplo, con el testimonio de Ted Sorensen, a quien luego nos referiremos. Kruschev, de 67 años, pareció sentirse dominador de la situación ante Kennedy, y no sorprende que el líder ruso, ya en la primavera siguiente, comentara con su amigo y ministro Malinovski la posibilidad de, en sus coloquiales términos, "poner un erizo en los pantalones de los americanos", refiriéndose a situar misiles en Cuba (según recuerda en un libro el prestigioso militar e historiador ruso Volkogonov). Esta sería la muy complicada y secreta Operación Anadyr, desplegada de junio a octubre de 1962.
El líder soviético debió pensar que la operación no sería descubierta y que el presidente americano aceptaría el hecho consumado, una vez operativos los misiles en San Cristóbal (Cuba); pero Kennedy no deseaba una paz sin seguridad, y puede que hubiera estado más acertado que Kruschev en su mutua evaluación. A ambos, y a algún milagro tal vez, hay que agradecer que no se calentara la guerra fría hasta el punto de guerra total, en aquel tenso e intenso octubre de 1962. Cuba fue, sí, un gran foco de su política exterior, como también lo fue Berlín y asimismo Vietnam, sin menoscabo de su atención a Latinoamérica y el resto del mundo.
En cuanto a Vietnam y a pesar de las presiones de su entorno, Kennedy ya empezaba en 1963 a gestionar la paulatina retirada de tropas (una decisión que fue inmediatamente abortada por su sucesor), lo que tal vez habría podido ahorrar casi diez años de una contienda tan cruel, atroz, como inútil, en la que Johnson y Nixon parecieron mostrarse luego desbocados, faltos de escrúpulos, como para desterrar de sí mismos cualquier atisbo de debilidad o flaqueza. Sin embargo, los Estados Unidos fracasaron en Vietnam, de donde acabaron de salir ya en tiempos de Ford (que, por cierto, había sido miembro de la Comisión Warren), tras la famosa dimisión de Nixon, cuando se supo que mentía sobre el caso Watergate.
Resulta sin duda complicado analizar debidamente las decisiones tomadas por Kennedy en el particular escenario de aquellos primeros años 60; un escenario de guerra fría con la URSS, escalada armamentística, potentísima industria militar, inicio de la carrera espacial, movimientos pacifistas, movimiento de los afroamericanos por sus derechos, movimiento feminista, sensible descontrol sobre el FBI y la CIA, corrupción extendida en diferentes ámbitos, presiones diversas... Saltemos pues, por más sencillo de observar y por si resultara aleccionador, a aquellos rasgos de su perfil como líder; a su visión de futuro y la relación con su entorno funcional.
Para empezar, era Kennedy visiblemente abierto a su entorno de colaboradores. Escuchaba sus puntos de vista con atención y le gustaba conocer también las reacciones que suscitaba, es decir, recibir upward feedback. Creó a su alrededor un clima de competencia y confianza, para asegurarse la recepción de sugerencias y críticas que, no solo respetuosas, fueran sinceras, acertadas, valiosas. Puede que el feedback ascendente constituya todavía una asignatura pendiente en muchas organizaciones, y a menudo solo se diga al ejecutivo correspondiente lo que le guste escuchar; pero Kennedy cuidaba su permanente conexión con las realidades.
Además de contar en el gobierno con la valiosa ayuda de su hermano Bob (luego también asesinado), tenía un sólido grupo de consejeros personales, uno de los cuales, el ya citado Ted Sorensen, parecía constituir una especie de alter ego en la formulación de pensamientos, e insustituible en la preparación de los discursos. Este colaborador, que lo era desde 1953, sabía bien cómo formular las ideas de su jefe —e incluso inspirarlas—, y Kennedy habitualmente hacía suyas sin dificultad las formulaciones de Sorensen. También sabía este cómo disentir, cómo formular su desacuerdo llegado el caso: "Ese es el tipo de ideas que tendría Nixon" dijo alguna vez, según recordaba W. Bennis en uno de sus libros sobre liderazgo.
Sí, rodearse de personas competentes y catalizar su mejor expresión parece, en efecto, un hábito de los mejores líderes; de aquellos líderes —acaso pocos— que no piensan que su cabeza sea mejor que todas las de su entorno juntas. En más de una empresa parece cultivarse un liderazgo más capitalizador de resultados, que catalizador de contribuciones; parece frecuente la imagen de ejecutivos presentando logros que hacen sutil o abiertamente suyos, y olvidando sus errores o diluyendo su correspondiente responsabilidad. Hoy en efecto, cuando un ejecutivo o dirigente admite una equivocación, no falta quien, en vez de valorar el gesto, tiende ya a barruntar si no lo hace para evitar admitir algo peor.
Pero volvamos al feedback y los discursos de Kennedy. Podemos asimismo recordar (leído en The Death of a President, de W. Manchester, ahora reeditado) que, tras su toma de posesión, Kennedy llamó a un viejo amigo, el obispo Philip M. Hannan, con quien había charlado a veces sobre la práctica de hablar en público, y le preguntó al respecto. Al obispo le había gustado su intervención y así se lo hizo saber; pero tenía ciertamente algo que añadir: "Quizá debería usted haber hablado un poco más despacio, para esperar la reacción de la multitud". Kennedy, que quería estar seguro de haber empezado bien, era bien consciente de que el obispo sabría decirle todo lo que pensaba; de hecho, se dice que vino a ser una especie de ocasional asesor en la sombra.
Muchos líderes se hacen tales, es decir, generan seguidores, a partir de un buen discurso. Uno recuerda que un joven Adolfo Suárez, en realidad bastante desconocido, nos sorprendió a muchos aquí en España con su histórica, trascendental, intervención en las Cortes todavía franquistas en junio de 1976. Su lenguaje, siendo entonces ministro-secretario general del Movimiento, resultaba insólito, alentador; hacía creíble la reforma política desde el propio régimen vigente. Enseguida fue elegido por el rey para la presidencia del gobierno.
Kennedy era todavía un joven (39 años) senador en 1956, cuando dio a conocer su potencial al partido demócrata, con un magnífico discurso en la convención nacional en Chicago. Lo contaba J. Barnes: le habían preparado un borrador, pero él trabajó toda la noche con Sorensen, e hizo un discurso que lo situó como futurible (cuatro años después sería elegido presidente). No resultaba por entonces tan brillante cuando no los preparaba bien, pero pronto fue consciente de la importancia de la comunicación y empezó a dedicarles suficiente tiempo.
Liderazgo y comunicación resultan inseparables, y a menudo los dirigentes, en lo público y lo privado, fallan en ambas cosas. De Kennedy cabe recordar la fuerza, el impacto, la intensidad de sus mensajes, 50 años después de su muerte. Era retórica convincente, de contenido, de decir cosas, de asumir compromisos y mostrarse responsable. Había fondo y forma en sus mensajes. Con la frecuente colaboración de Sorensen y a veces de otros asesores, Kennedy hacía formulaciones penetrantes que consolidaban la adhesión de la audiencia. Utilizaba frases redondas, ingeniosas, audaces, que invitaban a ser recordadas; pero, sobre todo, que le definían bien:
- "La humanidad debe acabar con la guerra, antes de que la guerra acabe con la humanidad".
- "Nunca negociemos con miedo, pero jamás temamos negociar".
- "Quienes hacen imposible una evolución pacífica, harán inevitable una revolución violenta".
- "Si no podemos acabar con nuestras diferencias, hagamos un mundo apto para ellas".
- "La dificultad es una excusa que la historia no acepta".
- "La libertad sin educación es un peligro; la educación sin libertad resulta vana".
Obviamente, no solo hablamos de discursos para ganar adhesiones y elecciones. En el ejercicio de su cargo hubo importantes intervenciones, tan necesarias como medidas. Cabe recordar uno relativamente improvisado sobre los derechos civiles, en junio de 1963, en respuesta a la determinación del gobernador de Alabama de impedir a los afroamericanos asistir a la universidad pública. Ahora podemos pensar que no se debía entonces ser presidente sin pronunciar aquellas necesarias y oportunas palabras; sin hacer llegar a la población, por radio y televisión, aquellas imprescindibles verdades.
Asimismo podemos referirnos, como histórico, al pronunciado ese mismo mes en la American University de Washington, sobre la paz mundial y con un inusitado lenguaje; un discurso, empero, que quizá fue más celebrado en la Administración soviética que en la estadounidense. Y al pronunciado en abril de 1961 en el Waldorf-Astoria de Nueva York, ante la American Newspapers Publishers Association. En este último, el presidente venía a sensibilizar a la prensa sobre su papel ante las nuevas realidades traídas por la situación de guerra fría; no pedía a los informadores adhesiones, sino profesionalidad, responsabilidad, amplitud de miras en momentos delicados, sin menoscabo de su cumplida respuesta a las expectativas y derechos de información de la ciudadanía.
Sí, Kennedy se nos mostró como un líder próximo a los ciudadanos, tanto en su visión del mundo como en la de su país; atento a los fines perseguidos y cuidadoso con los medios empleados; un líder que se sentía al servicio de la idea de un mundo nuevo, con mayor paz y bienestar para todos los seres humanos; que quería el poder para hacer grandes cosas, y no meramente para ejercerlo; con un estilo colegiado en la toma de decisiones, catalizador de la expresión libre de sus colaboradores; capaz de reconsiderar su posición cuando había razón para ello. No todos sus rasgos serían positivos y ejemplares, pero estos sí parecen formar parte del mejor liderazgo.
Adjunto