Del fuego y el luego de la educación escolar - Artículo
Mirando hacia atrás, uno llega a pensar, simplificando, que fue formado sobre todo —colegio religioso en los primeros años sesenta— para la salvación, y paralelamente para aprobar aquellas asignaturas; pero son muy diversos los comentarios que se vienen desplegando, positivos y negativos, sobre la educación recibida en los colegios, y resulta en verdad intenso el debate actual. La tarea educativa se nos muestra perfectible, aunque su mejora choca con el desacuerdo de los políticos y, en general, con la disparidad de puntos de vista sobre los muchos aspectos a considerar.
No obstante, hay mucho que depende de cada colegio y cada profesor, para bien y también para mal. Los colegios formaban parte de la sociedad y los ya mayores pudimos haber hecho en la pubertad conscientes e inconscientes aprendizajes, acaso útiles, que venían empero a prolongar vicios (no sé si se veían como tales) sociales en alguna medida extendidos: el superior no necesitaba ser justo, la razón y la norma se subordinaban al poder, había verdades oficiales y verdades fácticas, los favoritismos-amiguismos resultaban determinantes, se nos podía humillar en público, el acosado estaba indefenso, metiendo miedo todo era más fácil para los superiores, era mejor no cuestionar nada y no pensar demasiado…
Hace semanas, Jordi Évole dedicaba su programa Salvados al religioso y marianista colegio del Pilar, del barrio de Salamanca (Madrid), y viajaba al pasado —cinco décadas atrás, una más una menos— con aparición de algunos antiguos alumnos de cierto prestigio social. No faltará quien piense que, mediado el siglo XX, el Pilar preparaba futuros líderes; que este colegio desplegaba una educación privilegiada, dirigida a muchachos de familias bien a quienes, tras su posterior paso por la universidad, cabía imaginar un destino brillante. Acaso estos chicos sí pudieron pensar más libremente durante su educación escolar.
Otros colegios religiosos hacían en aquellos años también visibles sus singularidades, y muchos antiguos alumnos nos sentimos relativamente satisfechos de haber pasado por ellos. Nuestro barrio era modesto, pero el colegio gozaba de alta consideración y tenía incluso más historia madrileña que el del Pilar; allí estábamos de lunes a domingo, unas 50 horas a la semana, unas 10 de ellas de liturgia en la cripta y, claro, con deberes para casa. Acaso resulte oportuno recordarlo, pero no para repetirlo.
Hubo mucha disciplina y presión para el estudio, y diría que fuimos entonces alejados del mundo, el demonio y la carne (enemigos del alma con los que toparíamos, empero y lógicamente, a la salida del colegio), en lo que suponía un control de nuestras vidas que hoy avistamos algo agobiante (las cosas han cambiado mucho, sí). Hablemos de los colegios en general, pero es verdad que los religiosos, sin cambiar de religión, han cambiado de práctica educativa.
En la mayoría de los casos se percibía a las chicas como futuras amas de casa y madres de familia, y a los chicos, con un futuro laboral diverso; futuro que incluía la posible condición de recursos humanos (el término llegaría en los ochenta, creo) en grandes-medianas empresas. Los colegios valoraban desde luego en los alumnos la buena conducta, la docilidad, la obediencia, el esfuerzo, el aprendizaje, la inteligencia (lógica-matemática, mayormente)... En aquellos años, por cierto, empezaba a llegar la televisión a los hogares, con todo lo que suponía (también para nuestra educación). Diría que el impacto fue mayor que la llegada de Internet décadas después.
En los colegios no se contribuyó entonces lo suficiente al desarrollo de nuestra inteligencia. Se nos venía a decir qué saber, qué valorar, qué creer, pero ciertamente no se nos ponía a pensar mucho más allá de la solución de los problemas de matemáticas, física… De hecho, el catecismo se aprendía de memoria, acaso para evitar así preguntas comprometidas, y había cosas que no entendíamos. No sorprende en suma que, al respecto, algunos grandes hombres (W. Churchill o G. García Márquez, por ejemplo) hubieran sostenido, tiempo atrás y con cierta ironía, que su educación se interrumpió cuando les enviaron a la escuela.
Quizá no cabrá hablar de interrupción, pero pudo haber, sí, cierta atrofia de algunas dimensiones del pensamiento (conceptual, analítico, sistémico, inferencial, sintético, crítico, conectivo, creativo…) en beneficio de otras; cierto menoscabo, sí, de algunas importantes facultades civiles (también la inteligencia intra e interpersonal), en beneficio de la fe católica y acaso (pero menos tal vez) de la afección al régimen político. Lo de los conocimientos aquellos adquiridos (matemáticas, geografía, lengua, historia…) estaba bien en general; la cosa es que se trataba básicamente —así se vivía en la sociedad (alumnos, familias, profesores e instituciones)— de aprobar asignaturas y, una vez superadas, podía hacer aparición el efecto Zeigarnik (asunto terminado y olvidado).
Diría que los alumnos vivíamos la educación como mera adquisición de conocimientos; un aprendizaje que se certificaba en periódicos exámenes escritos. O sea, la vivíamos como enseñanza, aunque ciertamente estábamos siendo educados. Una educación más perfectible que perceptible, pero progresábamos en el respeto a la autoridad y las normas, en el uso de nuestros recursos intelectuales, en la responsabilidad, en la relación con los demás… Por cierto, puede que los alumnos también mereciéramos entonces una dosis mayor de respeto y que en esto se haya mejorado hoy bastante: habrá quien piense que demasiado.
Se decía ya en la Antigüedad que la educación (como acción de educar) no consiste en llenar un cubo, sino en encender un fuego. Cada día quizá parece más oportuna esta idea en que insistió también, por ejemplo, el Nobel irlandés W. Butler Yeats. La cosa es que la mejor educación, aparte de pulirnos para la convivencia y la colaboración, aparte de proporcionarnos conocimientos, habría de servir en el siglo XXI para agilizar las neuronas y generarnos más afán de saber que de poder; para llevarnos por el sendero del aprendizaje permanente y llegar en su momento, incluso, a lo que todavía no sabe nadie; para percibir las realidades con la mayor objetividad posible; para nutrir, en definitiva, nuestro empeño tras el desarrollo personal y profesional.
En la actualidad, cuando la economía del saber impera sobre la industrial tradicional, podría creerse que ya se remunera a los trabajadores, también y aunque poco, por saber, por pensar, por crear, y no solo por seguir instrucciones. Baroja decía en su tiempo que en nuestro país se pagaba más por la obediencia (sumisión, decía él) que por la inteligencia, y todavía hoy conceptos como la profesionalidad, la integridad o el compromiso se entienden a veces de manera desvirtuada. Pero la sociedad debería recuperar los mejores significados de los principales conceptos.
Una especie de fuego, sí: eso decíamos. Un fuego a mantener encendido hasta el final. El afán de aprender, de mejorar, habría de acompañarnos siempre, también como compromiso con nuestra condición de seres humanos y desde el mismo uso de razón. Diríase que, en su desempeño, los buenos maestros se alinean con esta idea, y que los no tan buenos acaso lo hacen con la de superar los exámenes; desde luego, en cuanto acroamática la enseñanza, cardinal resulta la calidad de los profesores. Fundamentales, si son buenos.
En verdad todo esto es complejo y discutible, y aquí solo va la opinión improvisada de un antiguo alumno; pero una educación acertada evita muchos problemas. Casi todos querríamos haber sido mejor educados en la pubertad-adolescencia, sin que ello suponga falta de apego, incluso de cariño, al colegio que fue nuestra segunda casa (cuando no la primera). Pero ahora se precisan nuevas facultades cognitivas, emocionales, sociales; se precisa encender y alimentar la llama del aprendizaje y desarrollo permanente; se precisa alentar el autoconocimiento, la objetividad, la empatía, la creatividad, una conciencia más social y global…
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