Elogio del Error, como fuente de aprendizaje, en tres pasos - In memoriam
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Tengo suficiente con los verbos para hablar de un amigo. Desde esta tierra que nos acogió a ambos, tan dada a veces a la hipérbole en el calificativo, destierro los adjetivos como desahogo del dolor. Son accesorios innecesarios ahora que se acumulan momentos vividos en la mente y sentimientos contenidos en los ojos.
Tiene la sonrisa dibujada como tarjeta de presentación. Es la primera imagen que guardo de él. Juega con la ventaja del gesto natural con el que, a modo de bienvenida, acompaña el brazo que te acoge, la mano con la que te acerca.
Escucha próximo. Transmite cercanía. Es la predisposición del que se muestra sin dobleces, del que se ofrece y da.
Mira desde la atalaya de la serenidad. Es la altura a la que me he asomado en cada uno de los encuentros. El hogar en el que me ha recibido en cada una de las conversaciones.
Habla con el sosiego del que no necesita medir las palabras. La sensatez y el tiempo aliados.
Es como vive en mi memoria Zacarías. Y así lo voy a recordar.
Manolo Mayo Rúa, del Consejo Asesor de Know Square
Introducción
Repetimos con frecuencia que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Siempre he entendido que con esta frase lo que lamentamos es el escaso aprendizaje que extraemos de nuestras equivocaciones, pero a veces me pregunto si lo que de verdad nos incomoda es el admitir nuestra falibilidad. Y el caso es que además de ser totalmente consustancial a nuestra naturaleza, el error, cuando se analiza críticamente y con la necesaria profundidad, es una de las principales fuentes de aprendizaje y de contribución a la creación de una verdadera “experiencia”, tanto en lo personal como en lo profesional.
“El hombre que ha cometido un error y no lo corrige comete otro error mayor." (Confucio)
1) Tolerar el error
Es un lugar común decir que en el mundo empresarial anglosajón está incluso bien visto que un emprendedor haya fracasado en alguna ocasión anterior, ya que se supone que habrá obtenido lecciones provechosas que le evitarán algunos errores. La frase “emprendedor, ¡equivócate pronto!”, no está lejos de la pretensión de cualquier padre sensato de que su hijo/a pequeño/a se dé un coscorrón, ligero, eso sí, y más pronto que tarde, para que vaya aprendiendo a moverse por el mundo valorando los riesgos derivados de sus acciones.
Aunque en el terreno de la innovación es más evidente la necesidad de tolerar los errores (A. Einstein: “Quien nunca ha cometido un error, nunca ha probado algo nuevo”) en el día a día de cualquier empresa esta necesidad es especialmente sensible en el tema de la delegación, la resolución de problemas y la I+D+i. Para que un proceso de delegación sea exitoso es condición necesaria, pero no suficiente, que junto con la facultad de tomar decisiones también se traspase la posibilidad de cometer errores, con la esperanza que de que sean como los coscorrones anteriormente mencionados. La resolución de problemas y la investigación difícilmente pueden concebirse sin las iteraciones propias del método de “prueba y error”.
La cultura empresarial que fomenta la innovación anima a los trabajadores a intentar ver las cosas desde otro punto de vista, a preguntarse de vez en cuando “¿por qué no?”. Sólo si la organización acepta que las grandes soluciones casi nunca se encuentran la primera vez se puede esperar que los miembros de un equipo se atrevan a innovar.
2) Aprender del error
Con frecuencia he coincidido, con un amigo y compañero en diversos quehaceres profesionales, en la conclusión de que en nuestra larga vida profesional hemos aprendido mucho más de los errores que de los aciertos. Entiendo que ello en buena parte se debe a que, a las personas mínimamente sensatas y responsables, cometer errores nos duele, e incluso en ocasiones nos mortifica, y por ello dedicamos más tiempo a su análisis que al de los aciertos.
Una variante de la expresión “el éxito tiene muchos padres pero el fracaso es huérfano” es la que, cuando yo era adolescente, utilizábamos casi todos los estudiantes al resumir nuestros resultados académicos: “he aprobado” y “me han suspendido”.
La falta de humildad y autocrítica, que en mayores o menores dosis todos los humanos llevamos en la mochila, nos lleva con frecuencia a considerar que nuestros aciertos son una consecuencia lógica de nuestras virtudes, obviando, o subestimando, lo que a ellos hayan podido contribuir posibles méritos ajenos o incluso el azar. Por el contrario, cuando nos enfrentamos a un error claro, nos esforzamos en la búsqueda de responsabilidades ajenas, para acabar preguntándonos cómo es posible que tan buenas manos hayan podido hacer tan pobre cesto.
La dificultad de asumir errores es un problema personal, pero puede convertirse en un cáncer en una organización si no se consigue un clima que combine la tolerancia del error, su análisis en profundidad, (para evitar o dificultar su repetición) y la asignación de responsabilidades, en los casos en que sea necesaria (alta gravedad del error, recurrencia o comportamientos negligentes).
Una de las herramientas más útiles y difundidas en el mundo empresarial para el aprendizaje de los errores es el Análisis de Causa Raíz (ACR), que puede y debe ser un elemento clave para pasar de un entorno reactivo (corriendo detrás de los problemas) a uno proactivo (anticipándonos a ellos).
Cuando se intenta aplicar esta herramienta en un entorno en el que predomina la cultura de la justificación (lo que en el mundo anglosajón denominan el CMA - “cover my ass”, o “cubrirme las espaldas” en traducción no literal, pero sí fina-) hay que hacer especial hincapié en que lo de menos es identificar responsabilidades y asignar castigos. Lo que de verdad importa es identificar acciones preventivas para evitar la repetición futura. Este enfoque, en ocasiones el más aconsejable a corto plazo, tiene, sin embargo, un problema no pequeño: con bastante frecuencia los errores no se deben a insuficiencia de recursos materiales o de sistemas de detección deficientes, sino a fallos humanos que podrían y deberían evitarse con una mayor formación o con un ambiente de trabajo más adecuado. Si no se identifican estos fallos humanos, será difícil evitar su repetición.
Al final, siempre nos encontramos con la necesidad de combinar la capacidad de escuchar, la sinceridad, la autocrítica, la crítica constructiva, la empatía y la formación. El entorno cultural y los individuos deben ser capaces de interactuar y potenciarse mutuamente.
3) Ser capaz de rectificar el rumbo
Uno de los grandes problemas que tiene un empresario o gestor de grandes equipos es que pueda aprender de los errores, y rectificar cuanto antes es el saber identificar la línea, más fina de lo deseable en ocasiones, que separa la constancia en el intento de conseguir un objetivo y la incapacidad de darse cuenta de que el objetivo no está a su alcance.
Si acudimos al Diccionario de la Real Academia Española, encontramos las siguientes definiciones que vale la pena tener en cuenta en este aspecto:
Tenaz: firme, porfiado y pertinaz en un propósito.
Contumaz: rebelde, porfiado y tenaz en mantener un error.
Porfiado: dicho de una persona terca y obstinada en su dictamen y parecer.
Vamos, que lo que salva al tenaz de convertirse en contumaz es el ser capaz de rectificar en cuanto se da cuenta de que no va a tener éxito, de que está cometiendo un error.
De los elogios al triunfador por no haber tirado la toalla en los malos momentos a los reproches al que sigue sin dar con la tecla no hay más que un paso.
Y el caso es que no sólo la tenacidad tiene buena prensa, sino también la contumacia.
Siempre me ha llamado la atención lo cerca que está el célebre, y para mi admirable, poema de Kipling “Si…” de una de las formulaciones de la también célebre, tristemente por su inexorabilidad, Ley de Murphy.
La primera condición que pone Kipling para merecer el “¡serás un Hombre, hijo mío! es:
“Si puedes mantener la cabeza en su sitio cuando los que te rodean
la han perdido y te culpan a ti.”
Por su parte, una de las variantes de la Ley de Murphy dice:
“Si eres el único que mantiene la calma cuando todos pierden la cabeza
es que no te has enterado del problema.”
Se me dirá que hago una caricatura al yuxtaponer estas frases, que se contradicen, y soy consciente de ello, ya que Kipling se refiere a la defensa de un ideal y la Ley de Murphy a la detección del caos. Sin embargo, lo que quiero resaltar es que la firmeza y la obstinación hay que ponerlas en ganar la guerra y no tanto cada una de las batallas. El número e impacto de las batallas que vayamos perdiendo serán los mejores indicadores de si finalmente podemos ganar la guerra.
Al igual que de un futbolista se esperan aptitudes y actitudes distintas según el puesto que ocupe en el terreno de juego, no es lo mismo ser un emprendedor que pretende provocar una revolución en el mercado que el responsable de gestionar un equipo en una empresa consolidada. De entre una multitud de emprendedores tenaces, e incluso contumaces, puede salir un gran innovador, pero el directivo que no identifica el momento de la retirada a tiempo está abocado al fracaso.
También al emprendedor le vendrá bien que alguien (colaboradores, las “tres efes” – familia, friends & fools-, un posible inversor,…) le saque de su error antes de que se cumpla el dicho “al final, el mercado pone a cada uno en su sitio”.
La capacidad de aceptar, tras un análisis exento de emociones, una realidad que no nos gusta, por parecernos injusta o por ser inferior a nuestra visión, es beneficiosa tanto para un emprendedor como para un directivo o para cualquier otro profesional.
En definitiva, difícilmente aprenderemos de los errores sin la humildad y la tolerancia necesarias para admitir su existencia, el análisis profundo y crítico de por qué se han producido y la capacidad autocrítica y el coraje necesarios para cambiar el rumbo cuando vemos que así no llegaremos a buen puerto.