La empatía, que sea genuina, efectiva, inteligente - Artículo
Hay en verdad muchos conceptos que podríamos asociarle (emotividad, compasión, flexibilidad, simpatía, intuición, sociabilidad, madurez, generosidad, afecto, comprensión, solidaridad…), y ni siquiera hay acuerdo al identificar su antónimo más preciso (apatía, egoísmo, agresividad, desdén, antipatía…); pero convenimos en que el mundo sería mejor con mayor dosis de empatía. Podemos percibirla básicamente como comprensión de los demás y generosidad, pero habríamos de entenderla con mayor amplitud: desde lo sencillo y cotidiano hasta lo más complejo, ante lo que estamos viendo y ante lo previsible, con nuestros próximos y con nuestros lejanos, para dar solución o para dar calor...
Creo que fue ya en mi cuarentena cuando topé con el término, y ello porque, aunque ingeniero uno, andaba rodeado de psicólogos (psicólogas, sobre todo) en la empresa consultora en que trabajaba. Entonces no le presté mayor atención, pero el hecho es que pocos años después, todavía en los años noventa, empecé a leer libros sobre inteligencia emocional (residencia en que ubicamos a la fortaleza-virtud que nos ocupa), y hasta recuerdo haber asistido a una jornada que sobre el tema organizó en Madrid la APD (Asociación para el Progreso de la Dirección).
No se me olvida aquella concurrida jornada, porque uno de los ponentes puso todo su empeño en asociar —en hacer coincidir, diría— la inteligencia emocional con el liderazgo a ejercer por los directivos. Por entonces (ahora tampoco del todo), ni estaba yo muy convencido de que lo de los jefes pudiera llamarse propiamente liderazgo, ni de que la inteligencia emocional fuera patrimonio suyo. Pero, en verdad y en aquellos años, se hablaba ya de cambio cultural en las organizaciones; un cambio que parecía sonar, en un principio alentador, a lo de la Teoría Y de Doug McGregor (lástima, caramba, que falleciera este pensador detroités, destacable su lucidez, con apenas 58 años).
Sí, en mi cuarentena topé con el término que nos ocupa, y temo que algo parecido pasó a muchos colegas de perfil técnico. No, no es lo mismo resultar ocasionalmente cuasiempático a nivel primario, que, ya desde la niñez, cultivar la empatía en toda su amplitud, en toda su manifestación, de modo acertado, oportuno, consciente, meditado, ajustado… A veces pienso que lo cultivado por mí en el colegio y la universidad fue, sobre todo, la habilidad de superar exámenes y la tendencia a dejarme llevar luego por el efecto —en este caso lo vería más como defecto— Zeigarnik (interesante contribución a la Psicología, la de Bluma Zeigarnik, a lo largo de su vida en la Unión Soviética).
Ahora se habla de reformar la educación y se apunta, sí, al desarrollo de la empatía. También al de otras fortalezas —recordemos la selección que ofrece Martin Seligman—, incluido el pensamiento crítico, tan inexcusable, por ejemplo, para el manejo de información y el aprendizaje permanente. No, no podemos convivir unos con otros de modo satisfactorio, sin ofrecer y recibir una suficiente dosis de empatía. Todos precisamos una sensible cantidad de sensibilidad, comprensión y cariño en nuestro entorno vital; tanto de niños como de adultos.
Diría que ocurre con la empatía lo que con la intuición: al tratar de definirla, se la limita (esto debe parecer una perogrullada mía más). A veces me pregunto si todos los que decimos que se trata de “ponerse en el lugar del otro” sabemos en verdad de qué estamos hablando. Parece sencillo (aunque no ocurre siempre) resultar habitualmente empático con las personas a las que se quiere, pero habríamos de serlo en idónea medida —con autenticidad, prudencia y perspectiva— ante todas las personas con que nos relacionamos, y quizá no solo de manera ocasional.
Es otra historia y léase como digresión de sesentón, pero en ocasiones somos más empáticos con nuestras mascotas, que ante quienes —seres humanos— nos rodean. Sin entrar a filosofar, digamos solo que es asunto criticado este… por quienes no tienen mascota; lo es, pero típicamente el perro, el gato u otros animales visiblemente sociales forman parte de la familia. Es que se dejan querer y nos quieren. Lo de los nietos, tratándose ya de seres humanos oportuna y extraordinariamente bienvenidos, tampoco se entiende siempre bien por quienes no los tienen; pero optemos por la progresión y no por la digresión: sigamos.
Al empezar a trabajar —contaba yo 21 años— observé que mi jefe, a quien había tenido de profesor, me hacía preguntas que mostraban interés por asuntos míos ajenos al trabajo. Siempre me preguntaba lo mismo y nunca recordaba lo que yo le había contado antes; ahora sé que en alguna medida aquello era interés fingido, empatía de manual del buen jefe… De modo que hay, sí, empatía simulada, acaso emparentada con la manipulación. Todavía recuerdo haber escuchado en Madrid (creo que fue en 2004) a Tom Peters decir que, cuando los directivos hablaban de la importancia de las personas, la mayoría mentía. Puede que él exagerara, pero no hace falta insistir: en ocasiones se finge empatía y también se la viene desplegando alguna vez con desacierto y aun perversión.
Habría que conocer y cultivar esta virtud con autenticidad y lo antes posible, bien entendida en calidad y cantidad, sin llegar a sucumbir al contagio emocional; o sea, con presencia de lo que el prestigioso doctor José Luis González de Rivera denomina “ecpatía”, y que entendemos (o sea, así lo percibo yo) como una especie de regulador, como prevención o contrapeso ante un posible exceso disfuncional de empatía afectiva. Diríase que con la empatía tratamos de contribuir a resolver lo que tenga solución, sin dejar que la conmoción nos reste energía.
Podemos, por otra parte y en efecto —así se viene haciendo—, distinguir la empatía más afectiva de la más cognitiva. En la sociedad de la información, por ejemplo, todos habríamos de desplegar cierta genérica empatía cognitiva al formular información destinada a otras personas; de este modo, acaso escribiríamos con mayor precisión, claridad, concisión, ajuste a expectativas, rigor conceptual, corrección lingüística… No cabe generalizar, pero ¿han leído los folletos que acompañan a los electrodomésticos?
Enfoquemos ahora el lado emocional. En buena medida, penetré en el concepto a través de mi interés por las muchas y diversas manifestaciones de la intuición genuina. Pronto leí a Robert K. Cooper en Estrategia emocional para ejecutivos, un libro que adquirí en la primavera del 98. La intuición nos conecta con los sentimientos de los demás, y luego obramos en consecuencia; es decir, de modo empático. Sí, la intuición nos permite conocer los sentimientos de los demás al margen de lo que digan sus palabras; no obstante, también se viene a veces incorporando al concepto-constructo de empatía el necesario periférico intuitivo, es decir, la captación de las señales: así me parece que lo hace, por ejemplo, Daniel Goleman.
Este bien conocido psicólogo californiano despliega oportunamente las conductas derivadas de la empatía en su libro Working with emotional intelligence. Apunta, como es sabido, a satisfacer necesidades circundantes (de clientes internos y externos), a comprender y ayudar a las personas del entorno, a contribuir en lo posible a su crecimiento personal y profesional, a aprovechar las diferencias entre los individuos, y a percibir las corrientes emocionales y políticas de la organización.
Obviamente, en la vida familiar resulta inexcusable la empatía; no cabe imaginar aquella sin esta. Como dice el profesor Javier Escrivá Ivars refiriéndose a la pareja, por mucha atracción y mucho amor que haya, la convivencia puede resultar infernal sin la deseable dosis de humildad, generosidad, respeto y empatía. Uno añadiría que, aunque se debilite la atracción y se desdibuje el amor, no debería decaer en la pareja la humildad, la generosidad, el respeto y la empatía. Qué agradable resulta ver parejas felices tras varias décadas de convivencia.
A veces lo de tratar de ser siempre empáticos (poner empeño en comprender y sintonizar con los demás) nos llega, sí, demasiado tarde, casi con la madurez muy madura, porque no nos venía de serie en suficiente grado, ni habíamos reparado en su gran relevancia. Había (hay) muchas personas emocionalmente inteligentes de natural pero, como si el sistema quisiera mantener la ventaja de estas sobre el resto, solo al final del siglo XX —suena increíble— se empezó a hablar de la inteligencia intra e interpersonal (y a considerarla en el mundo empresarial como atributo cardinal de los directivos-líderes).
Para ir terminando —que seguramente se agradecerá: ¡vaya teórica!—, se habría de insistir en que la inteligencia es patrimonio de todos en todas sus dimensiones, y en que tenemos el compromiso moral de cultivarla, de desarrollarla. Si tuvo que aparecer el término mobbing para que nos sensibilizáramos y previniéramos-combatiéramos el acoso (despacio se va, empero, en esto), no tardemos en hacer de la empatía un significante más (lleno de significado) en nuestro vocabulario exotérico: quizá ya debería estar bien presente en la pubertad, con el deseo de desplegarla en las relaciones interpersonales. Por cierto, seguramente se reducirían los casos de acoso y de corrupción; se reducirían, en suma, algunos de los muchos males de nuestra sociedad.
Pero —así se nos dice— habríamos de cultivarla con cautela y mesura, con inteligencia, sin sobrepasar las expectativas y necesidades de los demás, sin cometer errores, sin generar dependencia. Parece cosa de ámbito personal: no cabe asociar la empatía especialmente a ninguna cultura o religión, y hasta se dice que los niños de familias muy religiosas vienen a resultar menos empáticos, tal vez fruto de cierta identidad de grupo (religioso)… Un buen año 2017 para todos; un año para ganar puestos en el ranking de países por empatía de la población, en que España figura al parecer en modesto lugar.
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