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Un sensible déficit de integridad (Artículo)

En nuestro país echamos de menos una suficiente dosis de integridad en no pocos dirigentes, quizá sobre todo de la política pero también de otras esferas de poder. Falta, sí, integridad y hasta surgen concepciones aparentemente descafeinadas de esta cualidad, acaso para que uno pueda resultar íntegro a la vez que corrupto. Ante los muchos casos de corrupción de que nos informan los medios, algunas reflexiones parecen oportunas sobre el significado de la integridad como fortaleza personal, y el lector interesado podrá asentir y disentir ante las traídas aquí.

Admitamos que la integridad resulta tan deseable como defectible: a menudo la echamos en verdad de menos. Puestos a adjetivar, podemos asimismo considerarla mensurable y perfectible, porque caben niveles y matices entre, por un lado, la alta corrupción y la perversión y, por el otro, la terca rigidez y el integrismo. En la práctica, en algunos entornos y ciertas dosis, la integridad se muestra también arriesgada y aun, diríase, contraindicada. Los íntegros causan a veces prevención en entornos de corrupción militante y, si no son expulsados, pueden verse arrinconados, marginados.

Aunque situemos esta fortaleza en el terreno intrapersonal, la integridad regula, mediante su presencia o ausencia, las relaciones con clientes, proveedores, colegas, jefes y subordinados en el desempeño profesional; y, desde luego, constituye fortaleza principalísima en los políticos. No cabe imaginar profesionalidad sin integridad, aunque todo depende ciertamente del significado que otorguemos a los conceptos.

¿Qué entendemos por integridad? Stephen L. Carter, profesor experto en Derecho y Ética, lo explicaba con cierta precisión. La integridad exige distinguir entre lo que uno, en reflexión moral, considera justo o correcto y lo que considera incorrecto o inicuo, y elegir luego lo primero, aunque suponga algún coste personal; exige además mantenerse abiertamente en esa elección, aun en condiciones adversas y ante posibles presiones o tentaciones. Parece que a menudo se falla desde el dilema inicial, si es que llega a plantearse. Carter insiste en que integridad es más que honestidad; en que no basta con decir lo que se piensa o lo que se va a hacer, sino que se ha de actuar en conformidad con la normativa moral y la ética íntima.

Habríamos tal vez de convenir entonces que una persona íntegra —sí, cosa bien distinta de ser cándidos o inocentes— es una persona sincera, recta, de principios, que obra en conciencia, de fiar, acaso incorruptible, que atiende al bien común, que asume su responsabilidad, que prefiere la verdad a la tranquilidad, que lo es aunque no la observen. Aquí no encajarían cínicos, hipócritas, falsos, o faltos de escrúpulos.

Hay, en verdad y en todo esto, mucho espacio para el contraste de puntos de vista, pero podría decirse que el resto de fortalezas pierde solidez cuando falta la integridad; incluso el conocimiento perdería entonces relevancia. Al decir que se trata de la más importante cualidad del político, parece una forma de sugerir que la integridad no resulta tan esencial en el empresario o el directivo; que quizá la ética y los negocios no casan siempre bien. También se dice que, para los gobernantes, para los poderosos, sería más de aplicación la ética de las responsabilidades que la de los principios morales. Esto conecta con lo del fin y los medios, y en suma alienta el debate.

Michael C. Jensen, economista experto en estrategia organizacional, dice que sin la integridad de las personas nada funciona en las organizaciones. Eso dice, pero añade —atención— que no tiene nada que ver con lo bueno o lo malo, sino con la palabra dada. Esta es, y él lo admite así, una particular forma de entender la integridad; una interpretación próxima al compromiso y la coherencia, aunque al margen de cánones morales o consideraciones éticas; una concepción para la que no falta audiencia.

En una rápida indagación en Internet, di con un oportuno documento de la Fundación CEDE (Confederación Española de Directivos y Ejecutivos), titulado "Integridad del Directivo: Argumentos, Reflexiones y Dilemas" (ver PDF en Documentación relacionada). En cada capítulo se recoge el testimonio de un experto, y casi todos vinculan integridad y ética; pero sí, también aparece Jensen, que viene naturalmente a sostener que integridad es "hacer honor a la palabra dada". En realidad, el valor de la palabra dada se enfoca con frecuencia en el documento para aludir a la tan necesaria confianza dentro de las relaciones profesionales. Sin duda, directivos y ejecutivos han de resultar confiables; pero es que, ciertamente, la confiabilidad resulta inexcusable tanto en el marco de la profesionalidad y la ética, como en el de la complicidad y la corrupción.

Al final del documento se vuelve sobre la figura de Jensen, para detenerse en su punto de vista: "La integridad no es una virtud relacionada con la ética, la moral o la legalidad, sino que es una actitud positiva (fuera del contexto normativo de la ética y la moral) que conduce a unos mejores resultados en los propósitos perseguidos. Propósitos que desde el punto de vista individual se pueden orientar hacia la felicidad y, desde el punto de vista de una organización, hacia unos mejores resultados económicos".

Enseguida leemos también que el "enfoque conceptual de la integridad gira alrededor de hacer honor a la palabra", y sigue: "Lógicamente puede que surjan imprevistos por los que no podamos mantener la palabra, pero, para Jensen, se puede seguir siendo íntegro si se expresa claramente que no se puede mantener porque las circunstancias cambian, y se procura arreglar los daños que este cambio pueda producir". Puede en efecto pensarse que esta eventualidad de faltar a la palabra constituye un cierto grado de libertad para los íntegros de Jensen; pero se diría que, en esta concepción, la auténtica libertad vendría de la descarga mental de dilemas éticos.

Ya al margen del oportuno y revelador documento de la Fundación CEDE, encontré que, para Warren Bennis, "la integridad es la virtud que hace que un directivo empiece a ser un líder". Bennis se refería a ella como "conjunto de estándares de honestidad moral e intelectual que rigen la conducta de una persona". Y añadía: "No hay nada que destruya más la confianza de los empleados que la percepción de que los directivos adolecen de falta de integridad, es decir, que carecen de ética".

Peter Drucker —cómo no recurrir también a él— asociaba igualmente integridad y ética, y venía a decir que "el carácter y la integridad no aseguran nada, pero su ausencia devalúa todo lo demás". También que "los subordinados pueden perdonar a sus superiores jerárquicos la ignorancia, la incompetencia o las malas maneras, pero no perdonan la falta de integridad; ni perdonan a la Alta Dirección el haber traído a tales directivos". Dijo asimismo —era ya el año 2000— que le horrorizaba la codicia de los ejecutivos, y subrayó siempre la importancia de la integridad para la supervivencia de las organizaciones.

Robert K. Cooper apuntaba, en su libro "Executive EQ", que casi todos los directivos creen obrar siempre con integridad, y añadía: "Algunos directivos y profesionales creen que integridad es lealtad ciega y discreción". Los particulares modelos mentales de algunos de ellos también podrían llevar a creer, por ejemplo, que la profesionalidad supone satisfacer al superior jerárquico, y no tanto al cliente; de hecho, seguramente a veces se predica la orientación al cliente, mientras se practica la orientación al presidente.

Enfoquemos ya nuestro entorno nacional. Casi todos los españoles creen que la corrupción política está demasiado extendida, y tampoco la imagen de los empresarios es suficientemente buena. Se considera que el fraude fiscal es muy elevado en las empresas, y puede asimismo hablarse, sin generalizar, de otras prácticas de corrupción e irresponsabilidad social; prácticas a menudo alineadas con el beneficio a toda costa y amparadas en una aparente permisividad. La ciudadanía parece en verdad pensar que no se actúa debidamente contra la corrupción y que, además, lejos de prevenirla, se viene a catalizar.

So peligro de que las empresas honradas alejen sus escrúpulos y se terminen dando a la corrupción por pura supervivencia, habríamos de cultivar en mayor medida el respeto a normas morales, la rectitud en el proceder, la profesionalidad. Así habría de ser, por mucho que este objetivo provoque escepticismo e incluso hilaridad. Deberíamos parecernos más en esto a Dinamarca, Suecia o Finlandia, y no tanto a Grecia o Italia; pero sí, la corrupción (no solo codiciosa) parece hallarse entre nosotros sensiblemente arraigada, y se hace muy visible en algunos políticos y empresarios.

Hasta aquí los apuntes desplegados para alentar el debate o la reflexión, a sabiendas de que los elementos a considerar son muchísimos, como las referencias de ideario al respecto. Uno diría, en general pero sin generalización, que nos falta integridad bien entendida, respeto a la colectividad, solidaridad, responsabilidad de los poderosos ante la sociedad. Se dirá que nadie es plenamente íntegro, pero es que los casos de corrupción que venimos conociendo se hallan muy lejos de la venialidad; puede hablarse a menudo de gravedad escandalosa y extrema.

 

Adjunto
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