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La conquista de la felicidad (Reseña del libro de Bertrand Russell) (y II)

Russell escribió “La conquista de la felicidad” con casi 60 años. Contempla, así, los misterios de la vida desde la ecuanimidad de la tardía madurez. Asimismo, en su condición de matemático, el equilibrio de fuerzas debía de estar en el núcleo de su pensamiento filosófico, pues tras diseccionar con limpieza ocho causas de infelicidad en la primera parte de su libro, cuya reseña ha sido publicada en Know Square, Russell dedica la segunda parte a desvelarnos con entusiasmo seis causas que nos llevan a la felicidad. Dos menos en número, quién sabe si porque en conjunto las seis igualan o superan en peso a las ocho primeras, bien por esa costumbre suya de habitar en las landas neblinosas de la melancolía.

Cómo Bertrand Russell conquistó la felicidad. Parte II: Causas de felicidad.

Desde su conocer esas neblinas es desde donde afirma que a la felicidad no se llega por la gracia. Russell condensa esta rotunda declaración de intenciones en la elección del propio título del libro: la felicidad se conquista. Ergo exige esfuerzo. Ergo, en principio, está al alcance de cualquiera. ¡Qué gran noticia!

Es de notar que Russell, al presentar los elementos que conforman nuestra felicidad o infelicidad, no los califica de factores, variables, mediadores, disparadores o elementos. Inequívocamente y a lo largo de todo el libro, habla de ellos como causantes de felicidad o infelicidad, provocadores directos de nuestros fortunios o infortunios emocionales.

Russell apela con frecuencia a la racionalidad, lo que, más que chocar con la tendencia moderna de darle importancia a las emociones como elemento motor de la conducta y de los pensamientos, la complementa. Pues, para él, la racionalidad, lejos de la concepción cartesiana, es, sobre todo, equilibrio interno, aquella habilidad capaz de integrar y hacer convivir en armonía y congruencia el consciente, el subconsciente y el inconsciente. Y, para él, armonía y congruencia son bases de la felicidad.

Como hice para la primera parte del libro, acallaré mayormente mi voz para que podáis escuchar la suya, amable y serena como era.

¿Es la felicidad todavía posible?, se pregunta en primer lugar. Para responder a eso reflexiona que, en general, los logros y el placer que éstos aportan demandan por el camino tales dificultades que, de antemano, el éxito se antoja dudoso. En esa tesitura, le parece a él que una estimación no excesiva de nuestros propios poderes va a ser nuestra primera fuente de felicidad pues, en el camino hacia el logro, el hombre que tiende a infravalorarse se ve perpetuamente sorprendido por el éxito, mientras que el hombre que se sobreestima se ve constantemente sorprendido por el fracaso.

Establece Russell, de alguna manera, un sentido hedonista de la felicidad, de búsqueda del placer mientras se aplacan –que no se eluden o evitan- el dolor y la angustia. Ese hedonismo, empero, ha de perseguirse más allá de las enseñanzas epicúreas de tranquilidad de ánimo, ha de perseguirse en forma de eudaimonia o plenitud del ser, meta en la que confluye todo su tratado de la felicidad.

En esta línea, en alguna parte central del libro1, Russell hace una reflexión que bien valdría como colofón de su disertación. En ella, desaconseja la evasión como método para ser feliz, y nos invita a vivir con conciencia y en plenitud: “It is the moments when the mind is most active and the fewest things are forgotten that the most intense joys are experienced (“En los momentos en que nuestra mente está más activa y olvida menos cosas, es cuando se experimentan las mayores alegrías") Y continúa: “La alegría que requiere embriaguez… resulta espuria e insatisfactoria. La felicidad genuinamente satisfactoria es la que se acompaña del pleno ejercicio de nuestras facultades”.

Antes de que la Psicología moderna estudiara la influencia en la felicidad de la profesión que cada uno haya elegido, Russell ya afirmaba idéntica conclusión a la que las investigaciones están llegando: que el hombre de ciencia es más feliz que el artista o el literato. Y ello por cómo reacciona la opinión pública ante sus obras: cuando el público no entiende la obra de un artista, concluye que la pintura o el poema son malos; mientras, cuando no entiende la teoría de la relatividad, concluye (con razón -apostilla Russell-) que su educación es insuficiente. En consecuencia, el público honra a Einstein y éste es feliz, mientras los mejores pintores mueren de hambre e infelicidad en las buhardillas. Pocos hombres, sostiene nuestro filósofo, pueden ser genuinamente felices si continuamente han de estar autoafirmándose contra las mareas de escepticismo de su comunidad.

Tras estas disquisiciones, llega el profesor Russell a su secreto de la felicidad: que tus intereses sean tan amplios como sea posible, y que tus reacciones ante cosas y personas sean lo más amable y lo menos hostil posibles. Matiza él que el interés cordial en personas y cosas no ha de basarse en la idea de auto-sacrificio a que nos pueda inspirar nuestro sentido del deber, pues hacerlo así nos agosta mientras que, si el interés es genuino, la inmersión que hacemos en ello nos reporta un equilibrio y una calma que nos permiten, cuando retornamos a las preocupaciones cotidianas, afrontarlas de modo mejor.

Y vayamos a presentar las seis causas que sustentan este su secreto de la felicidad:

1.  Zest / Gusto entusiasmado, interés genuino. Mantengo el vocablo inglés, pues ninguna traducción, y menos de una sola palabra, se acomoda al sentido adicional de voluntariedad y sano apetito de que habla Russell. El propio autor sale en nuestro socorro para ayudarnos a entender este concepto cuando nos aclara que “el sano apetito honra a la comida como el gusto honra a la vida”. El “zest”, para merecer la categoría de tal, demanda de nosotros un mayor despliegue de energía que la que sería suficiente para realizar el trabajo que hay que hacer, y esa energía adicional sólo es posible cuando nuestra psique funciona con suavidad, sin fricciones.

Los acontecimientos sólo tornan en experiencias cuando nos interesamos en ellos. Y el hombre que vive con gusto, hasta de las experiencias desagradables saca utilidad.

Por si no lo captáramos, Russell nos acota que nuestros intereses han de ser compatibles con nuestra salud, con los afectos de quienes nos aman, y con el respeto de la sociedad  en que vivimos.

2.  Afecto. El sentimiento de sentirse amado es la mayor fuente de gusto por la vida. Elucubra Russell con las causas de no sentirse amado, y lo achaca a una falta de autoconfianza generada, a su vez, por infortunios sufridos en la infancia o por haber disfrutado  en esa época de menos amor del que tuvieron otros niños.

Russell entra a describir los tres caminos alternativos que podrá tomar quien no se siente amado. Habrá quien haga esfuerzos desesperados para ganar afecto, probablemente con actos excepcionales de amabilidad. Pero ello no le traerá más amor, pues sus congéneres dan afecto más prontamente a quien no parece necesitarlo que a quien, como él, lo pide. Otras personas, dice, buscarán vengarse del mundo. La mayoría, empero, se sumirá en una tímida desesperación aliviada sólo por destellos de envidia y malicia. Como norma, encuentra Russell que los que no se sienten amados devienen egocéntricos, y la ausencia de cariño les reviste de una inseguridad de la que instintivamente tratan de escapar permitiendo que sus vidas se rijan por férreos hábitos.

Lo triste, reflexiona, es que el sentido de seguridad lo otorgan el amor y la admiración recibidos, no los dados. De su reflexión, inferimos que, de alguna manera, Russell piensa que quien no recibió suficiente amor, poco puede hacer para aumentar su seguridad, extremo que no validamos aunque reconocemos que tal empresa pueda comportar cierta dificultad en algunos casos. El niño a quien sus padres aman, dice, acepta su amor como una ley de la naturaleza y no piensa mucho en ello por muy vital que de facto resulta para su felicidad, simplemente siente que ellos le protegerán ante el desastre. Por el contrario, el niño que no disfrutó del cariño de sus padres por los motivos que fuesen, devendrá tímido y poco propenso a la alegre exploración del mundo2.

Es por esta inseguridad por la que muchas personas, cuando se enamoran, lo hacen buscando un pequeño oasis donde refugiarse del mundo y de la verdad, donde sentirse lo admirados y alabados que no se sienten fuera3.

De este capítulo sobre el afecto proviene la frase de que os hablé en la introducción de la primera parte del libro, esa que, cual flautista de Hamelin, guió mis pasos hacia Bertrand Russell y su filosofía. En inglés es tan bella…, no voy a conseguir que mi castellano la equipare: “...the best type of affection is reciprocally life-giving: each receives affection with joy and gives it without effort, and each finds the whole world more interesting in consequence of the existence of this reciprocal happiness” (“el mejor tipo de afecto es el que recíprocamente da vida, aquel en el que cada persona recibe cariño con alegría y lo da sin esfuerzo, y donde cada uno encuentra el ancho mundo más interesante como consecuencia de esa felicidad recíproca”).

3.  Familia. Con la aceptación generalizada de la democracia como sistema político de elección, cambiaron las relaciones entre los roles humanos. Así, los maestros, antes seguros de sus derechos, se volvieron vacilantes y sin certezas. Los padres tampoco están ya seguros de sus derechos respecto de sus hijos, y éstos no sienten que deban respetar a sus padres. La paternidad, antes triunfante ejercicio de poder, se ha tornado tímida, ansiosa y llena de dudas. En esta tesitura, es fácil irse a los extremos: o bien se le pide demasiado poco al niño, o bien demasiado mucho; o bien se refrena uno de darles cariño, o bien les desborda de él. Como hijos, por mucho placer que nos dé que el mundo admire nuestros méritos, sabemos que esa admiración es precaria, mientras que sentimos que nuestros padres nos aman simplemente porque somos sus hijos, y eso es un hecho para nosotros inalterable, causa de nuestro equilibrio y, por ende, de nuestra felicidad.

4.  Trabajo. Siempre que la carga de trabajo no sea excesiva, hasta el empleo más aburrido es, para la mayoría de la gente, mejor que el desempleo. El grueso de lo que tenemos que hacer suele no ser interesante; sin embargo, presenta grandes ventajas. En primer lugar, ocupa bastantes horas del día sin tener que estar decidiendo qué hacer cada vez, lo que resulta ventajoso, pues ser capaz de llenar el ocio de manera inteligente es el producto más avanzado de la civilización y, de momento, está sólo al alcance de unos pocos. Es más, elegir es en sí mismo cansado4 , y para muchos es más agradable que les digan lo que tienen que hacer siempre que los dictados no sean muy desagradables.

El trabajo nos proporciona también otro de los principales ingredientes de la felicidad, el de continuidad de propósito, esto es, la oportunidad de ir creciendo y obteniendo logros.

Dos elementos consiguen que lo laboral sea interesante para nuestro bienestar: el ejercicio de la habilidad y la construcción. Toda ocupación que requiera unas competencias desarrolladas con práctica repetida y tesón, puede ser placentero siempre que estas habilidades requeridas vayan variando o estén sujetas a mejora continua, pues cuando se llega a la capacidad máxima y la actividad no presenta ulteriores retos, ésta deja de interesar.

Más importante para la felicidad es el segundo elemento, el de construir algo que quede como un monumento, delicioso de contemplar, tras terminar el cometido. Distingamos aquí construcción de destrucción. En la construcción, se parte de un estado de cosas en desorden y se trabaja para llegar a un estado final que presenta un propósito. En la destrucción, por el contrario, se arranca de un orden para llegar a un desorden que no es paso intermedio para volver a construir. Epítome de la destrucción son los apóstoles de la violencia cualquiera que sea su forma (algunos revolucionarios o militaristas o terroristas), cuyo motor principal es el odio y cuyo propósito no es más que destruir aquello que odian. ¿Cómo podemos detectar si el propósito de alguien es sólo destruir? Si, cuando le preguntamos, habla con precisión y entusiasmo de la destrucción preliminar y con vaguedad y desgana de la posterior hipotética construcción. Hay esperanza, pues el hábito de odiar se cura con la oportunidad de realizar una labor constructiva y con propósito.

En este instructivo capítulo, Russell nos hace una última advertencia para la felicidad: donde exista la posibilidad de ejecutar un trabajo que satisfaga el tipo de impulsos constructores de la persona sin que ésta muera de hambre, elíjase aquel en lugar de otra ocupación altamente remunerada pero que no encontramos valiosa per se.

5.  Intereses impersonales menores que llenan nuestro ocio y nos permiten relajarnos, actividades no conectadas con las áreas de responsabilidad de cada uno. Una de las fuentes de infelicidad, fatiga y estrés es la inhabilidad de interesarse por nada que no resulte práctico para la vida. El resultado de tanta actividad práctica es que, excepto en el sueño, la mente consciente no descansa, privando así a la mente inconsciente de la posibilidad de ir madurando la sabiduría con que ayudarla luego. Esta falta de descanso mental lleva a excitabilidad, falta de sagacidad, irritabilidad y una pérdida del sentido de proporción de los acontecimientos, todos ellos causa y también efecto de la fatiga. En un círculo vicioso, según crece la fatiga, se desvanece el interés del hombre por actividades externas, lo que disminuye el alivio que ellas le traen, lo que provoca mayor cansancio, y así sucesivamente.

Lo que otorga a los intereses menores su capacidad de ofrecer descanso es que no requieren del agotador ejercicio de la toma de decisiones y de la voluntad. Quien puede olvidar su trabajo cuando le pone fin y no lo retoma hasta la mañana siguiente, es más probable que lo desempeñe mejor que quien se preocupa por ello en las horas de descanso. Y es mucho más fácil olvidar el cometido cuanto mayor es el número de otros intereses que tengamos, siempre y cuando éstos no requieran de las mismas facultades físicas y mentales que hemos agotado en nuestra jornada laboral; así, los intereses sanos no deben requerir decisiones rápidas o de la voluntad, ni incluir recursos financieros como los juegos de apuesta, ni ser tan excitantes que añadan fatiga emocional y preocupen al subconsciente. En este sentido, entretenimientos irreprochables son el teatro, jugar un partido o al golf, o la lectura (sobre temas ajenos al trabajo).

En este aspecto de practicar intereses impersonales, en 1930 Russell encontraba diferencias de género que yo no comparto en el siglo XXI; pensé en desechar su reflexión, pero no me corresponde a mí el privaros de ella, por lo que, en aras de la ecuanimidad para con el texto, he optado finalmente por citarla sin decantarme por su validez: “si no me equivoco –dice Russell, permitiéndose dudar de su juicio con ese “si no me equivoco”, extremo que le agradezco-, a la mujer le resulta mucho más difícil interesarse por nada que no sea de índole práctica. Sus propósitos gobiernan sus pensamientos y sus actividades… Esto, a las mujeres, les parece de un nivel de conciencia superior al de los hombres, pero no creo que, en el largo plazo, mejore la calidad de su trabajo y, además, ello tiende a producir cierta estrechez de miras que puede derivar en alguna forma de fanatismo”.

Los intereses impersonales ayudan al hombre a retener el sentido de proporción y a no quedar absorbido en sus propias persecuciones, en su pequeña trozo del mundo. El gran mundo es drama y comedia, y quien no se interesa por el espectáculo que éste ofrece se está perdiendo uno de los privilegios que la vida nos otorga. Además, como ya se ha apuntado, quienes se ocupan en demasía de sus quehaceres están siempre en peligro de caer en el fanatismo, el cual consiste en recordar sólo una o dos cosas deseables mientras se olvidan todas las demás.

Abundando en la defensa de los intereses impersonales, Russell nos recuerda que pocos profesionales han escapado de conocer periodos donde el fracaso les miraba a la cara y que, en esos momentos, la capacidad de interesarse por asuntos no directamente relacionados con nosotros nos protege contra la frustración. El fracaso es como la muerte de un ser querido: el duelo es inevitable, pero todo lo que pueda hacerse para minimizarlo, ha de hacerse.

6.  Equilibrio entre esfuerzo y aceptación. La actitud para la felicidad es hacer las cosas lo mejor que uno sabe, mientras simultáneamente se deja la cuestión en manos del destino, mientras aceptamos lo que las circunstancias puedan traer.

“El hombre feliz” es el título del último capítulo del libro. Y ahí, Russell aporta nuevas pinceladas: el hombre que recibe afecto es el hombre que previamente lo ha dado; y el hombre centrado en sí mismo es infeliz. Merece la pena, por lo inspiradoras, traducir casi en su completitud las últimas líneas del libro: “toda infelicidad tiene que ver con algún tipo de falta de integración del ser consigo mismo y con otros. Hay falta de integración del ser cuando hay falta de coordinación entre las mentes consciente e inconsciente. Y hay falta de integración entre el ser y la sociedad cuando ambos no están unidos por la fuerza de intereses y afectos mutuos.  El hombre feliz se siente ciudadano del universo, disfruta libremente del espectáculo que éste ofrece y de las alegrías que brinda, y permanece sereno ante el pensamiento de la muerte, pues no se siente separado de quienes vendrán después de él. Es en esta profunda e instintiva unión con el río de la vida en donde se encuentra la más grandiosa alegría”.

 

Notas

1Página 73 de la re-impresión inglesa de Routledge Classics, 2007
2Nota de la articulista: Y eso se notará en la vida adulta en forma de altas expectativas, autoexigencia, intolerancia o intransigencia, implicación disfuncional en las relaciones, ansiedad o compulsiones obsesivas.
3Nota de la articulista: Aunque objetivamente resulten admirables y alabables a los ojos de otros.
4Nota de la articulista: Como han podido estudiar los investigadores en las últimas décadas: a mayor número de alternativas posibles de elección, más cansado, difícil y hasta desbordante es elegir.

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