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La Organización de la Paradoja (Artículo)

Al igual que la forma-trabajo –y consecuencia de ella, aunque su papel sea reproducirla constantemente- la forma que adoptan nuestras estructuras organizativas aparece como la manera natural de organizar, no sólo el trabajo, sino también cualquier actividad social en el ámbito de lo público. Es decir, esta estructura es la que desde hace más de un siglo han ido adoptando, no sólo las empresas, sino también los centros educativos, las administraciones, los partidos políticos, los centros tecnológicos, los sindicatos, etc.

Aunque permanezca velada por múltiples teorías y discursos –incluyendo multitud de reformas cosméticas-, su esencia es clara: Contener, organizar y ordenar trabajo parcelado, alienado de su objeto, carente de significado finalista, cuidadosamente procedimentado para su repetición permanente, en el que existe una clara distinción entre quienes ordenan (dirigen) y quienes ejecutan. Más allá de la buena voluntad de quienes dirigen estas organizaciones y de su discurso, esta esencia reproduce inexorablemente la forma-trabajo que está llamada a contener, ordenar y valorizar.

Sin embargo, en la medida que el trabajo cognitivo tiende a convertirse en masivo, aparece un comportamiento paradójico; pues, para progresar, la dinámica de las organizaciones necesita incorporar el trabajo del conocimiento como fuente de competitividad, innovación, mejora continua, etc., al tiempo que, para controlarlo –para apropiarse de sus frutos-, necesita la forma de organización existente –que, precisamente, destruye el potencial del trabajo cognitivo al parcelarlo, procedimentarlo, velar su significado, dirigirlo desde la exterioridad…

Desde luego, tanto por parte de los trabajadores –que quieren verse realizados en su trabajo- como por parte de los directivos y propietarios –que necesitan al trabajador como persona, más allá de su acepción de “mano de obra”, se han producido múltiples intentos de resolver esta paradoja. El problema es que, salvo honrosas excepciones, siempre se ha errado el tiro: se ha actuado sobre los síntomas, pero no sobre el fondo del problema, la forma-trabajo. Es decir, se han desplegado multitud de herramientas (pretendidas “soluciones” técnicas) para intentar tratar la desmotivación, la falta de implicación, la resistencia a los procedimientos, el desapego al trabajo (y a la empresa)… pero rara vez se ha profundizado en busca de las causas de tales comportamientos.

Y ello porque, como dice Castoriadis1 , “ Pide a los hombres, como productores o como ciudadanos, que permanezcan pasivos, que se encierren en la ejecución de la tarea que les impone; cuando constata que esta pasividad es su cáncer, solicita la iniciativa y la participación para descubrir en seguida que ya no puede soportarlas, que ponen en cuestión la esencia misma del orden existente."

INTENTANDO LA TRANSFORMACIÓN

Pero, ¿existe alguna vía para la disolución de esta paradoja? Desde luego, no vendrá de ninguna aplicación de técnicas y herramientas utilizadas desde la dirección y/o “expertos” exteriores a la organización, sino desde la generación de dinámicas sociales que, partiendo de la mutación de la forma-trabajo por aquellos que la viven –y la padecen-, transmute las formas organizativas y las formas de ejercicio del poder para crear nuevos contextos en los que el ejercicio de la autonomía sustituya los modelos de dependencia imperantes.

Para decirlo lisa y llanamente, no nos encontramos ante un proceso técnico, sino ante un proceso político en el sentido más noble de la palabra. Es decir, en la asunción del protagonismo por todos los actores de la actividad productiva (sea ésta del tipo que sea) a fin de transformarla en riqueza para la sociedad y en motor de desarrollo profesional y personal de aquellos que la practican.

Sólo un proceso de este tipo es capaz de ir mutando el trabajo abstracto (alienado, dependiente, carente de significado) en trabajo cognitivo (integrado, cooperativo, con significado social). Y añadir que no es un juego de suma cero, en el que lo que ganan unos lo pierden otros, sino, como se ha demostrado repetidamente en la práctica, un juego en el que, supuesta una cierta altura de miras por todos los actores, todos (trabajadores, directivos y propietarios) ganan (salvo los especuladores)2 . Y gana la sociedad.

Sin embargo, como no podía ser de otra manera, el mundo de la consultoría –hay muy honrosas excepciones, por supuesto- ha tratado de convertir estos complejos procesos en una técnica, en una marca vendible, desvirtuando su contenido de fondo y su potencial de transformación. Por ello, voy a insistir en lo que constituye el concepto nuclear de este planteamiento: la autonomía.

LA PRODUCCIÓN DE LA AUTONOMÍA

Como tantos otros conceptos, el de autonomía se utiliza con decenas de significados diferentes, según quién lo pronuncie y de qué contexto se trate. Por ello, voy a tratar de precisar de qué estoy hablando, y lo hago basándome en Castoriadis3:

“Pero, ¿qué significa autonomía? Autós, sí mismo; nómos, ley. Es autónomo quien se da a sí mismo sus propias leyes. (No quien hace lo que le apetece: quien se da leyes.) Pero esto es algo tremendamente difícil. Para que un individuo se dé a sí mismo su ley, en los ámbitos donde esto resulta posible, es necesario que pueda osar enfrentarse a la totalidad de las convenciones, las creencias, la moda, a los doctos que siguen sosteniendo ideas absurdas, a los medios de comunicación, al silencio de los demás, etc. Y, para una sociedad, darse a sí misma su ley significa aceptar enteramente la idea de que es ella la que crea su propia institución, y que lo hace sin poder apelar a ningún fundamento extrasocial, a ninguna norma de la norma, a ninguna medida de la medida. Así pues, esto equivale a decir que es ella la que ha de decidir qué es justo e injusto –esta es la cuestión con la que tiene que ver la verdadera política (no, evidentemente, la política de los políticos que hoy ocupan la escena).”

Es decir, la autonomía significa el darse, para los individuos o para las sociedades, sus propias leyes. Su opuesto es la heteronomía, que significa que las leyes están dadas desde la exterioridad del individuo o de las sociedades, de manera que estos tienen que someterse a ellas. La anomia (que muchas veces se confunde con la autonomía) consiste en la ausencia de leyes. Como ya debería ser evidente, este concepto de autonomía –el “original”, por cierto- está en la base de la construcción de la democracia.

Pero la autonomía no es una cosa, no se concede o deja de concederse, no se tiene o deja de tenerse: Constituye siempre un proceso complejo, instituyente, en el que se trata de sustituir aquello que no consideramos justo por otras leyes, por otras realizaciones, más próximas a nuestras aspiraciones, a nuestros deseos y a nuestro sentido de justicia.

En este sentido, los procesos de transformación constituyen lo que podría denominar una forma de producción de la autonomía en las organizaciones. Como vengo insistiendo, no son, pues, procesos técnicos ni instrumentales, no tienen objetivo definido ni finalidad predeterminada, su resultado no es visible desde el origen. Son procesos constituyentes, en los que las personas y colectivos que los despliegan, en el ejercicio instituyente de su autonomía, van construyendo y moldeando nuevas realidades, nuevas formas de hacer, nuevas formas de organizarse, nuevas formas de contribuir socialmente, al tiempo que nuevas subjetividades, nuevas formas de conocimiento…

Notas


1.- C. Castoriadis “La institución imaginaria de la sociedad” TUSQUETS (2013)
2,- Sobre el despliegue en la praxis de estas formas de transformación, puede verse M. Darceles “Guías para la transformación” BAI (2009) en http://www.hobest.es/publicaciones/libros/guias-para-la-transformacion así como A. Vázquez (1998) Op. cit.
3.- C. Castoriadis “Figuras de lo pensable” CÁTEDRA (1999)

Adjunto
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